Mundo Tradicional es una publicación dedicada al estudio de la espiritualidad de Oriente y de Occidente, especialmente de algunas de sus formas tradicionales, destacando la importancia de su mensaje y su plena actualidad a la hora de orientarse cabalmente dentro del confuso ámbito de las corrientes y modas del pensamiento moderno, tan extrañas al verdadero espíritu humano.

viernes, 19 de abril de 2013

RESEÑA A “LA PROFANATION D’ISRAËL SELON LE DROIT SACRÉ”, Ch.A. GILIS. Ed. Le turban noir, 2008, por 'Abdel Hakim

Charles André Gilis es un autor polémico, tradicionalista guenoniano en la línea del tassawuf islámico continuado por Michel Vâlsan, se centra en este trabajo en un asunto tan espinoso como actual. Se ha decidido realizar esta reseña porque el enfoque del asunto, salvando la idiosincrasia y las cuestiones más religionarias o exclusivistas, es bastante genuino e inusual; además de no existir su obra en castellano. Sirvan las citas extraídas como motivo de reflexión desde una perspectiva sagrada. 
Siempre desde una hermenéutica akbariana centrada en la noción de Derecho Sagrado, comienza Gilis este pequeño libro con unas consideraciones sobre la Ley Universal: “ante la incapacidad de los Occidentales para comprender lo que es el Derecho divino y admitir su legitimidad, (…) la noción más adecuada para hacer comprender lo que es verdaderamente el Derecho sagrado, es la de “alianza”; El hombre fue creado para Dios, es decir, iniciáticamente, para que pueda conocer-Le y el Altísimo es el único verdadero detentador del Derecho. Es Él quien determina la Ley universal y quien fija los términos de las alianzas.”  Prosigue el autor exponiendo dicha Ley como el Sanatana Dharma hindú y el Din al Islam musulmán, “Religión esencial de la que los profetas y enviados divinos tienen como misión adaptar a las sucesivas fases y a las modalidades particulares del ciclo humano”, dando lugar a “diversas formas tradicionales, como adaptaciones de esta Ley primordial”.

Si bien el judaísmo está regido por la Ley de Moisés y el Islam por la Ley de Muhammad, el cristianismo se presenta como una excepción, pues no tiene una ley sagrada que le sea propia, al haberse constituido por el abandono de la ley mosaica. Respecto a esta singularidad cristiana Gilis explica: “Hay en ello un estatuto de excepción que reposa sobre la idea de que la espiritualidad es un “superación de la ley”. Además, ese estatuto es interpretado unilateralmente como la señal de una superioridad, cuando en realidad representa una modalidad particular y una adaptación a un mundo en perdición (que prefigura el nuestro) en el que, según René Guénon, las tradiciones “existentes hasta entonces, y especialmente la greco-romana que se había hecho predominante, habían llegado a una extrema degeneración”.

Y son entonces las raíces cristianas de Occidente las que han contribuido, por dichas características, a la incomprensión de toda noción de Derecho Sagrado, siendo que “judíos y musulmanes se comprenden perfectamente, aun estando en desacuerdo, mientras que los cristianos desconocen, como efecto de una ignorancia propiamente abisal, lo que realmente son unos y otros. Hay una profunda afinidad entre el monoteísmo judío y el monoteísmo islámico, que los cristianos, constantemente preocupados por la necesidad de definir el dogma trinitario, les cuesta a veces comprender”.

Pero hay una trascendental diferencia entre Judaísmo e Islam, pues según Gilis, la
sharia islámica ha abrogado cualquier Ley anterior por sus peculiares características providenciales dentro del final de ciclo de la historia sagrada, ya que a diferencia de las anteriores se destina explícitamente al conjunto de la humanidad (Corán 34:28). Y es que “Sólo el Enviado de Allah recibió las Palabras Sintéticas (jawâmi’ al-kalima), que no son otra cosa que los Verbos, es decir los mensajeros divinos salidos de entre los hombres. Ellos son los verdaderos “auxiliares” (ansâr) que se han sucedido en el presente ciclo para conducirlos hacia la Vía de Allah, que es la de la Verdad inmutable. (…) Para el Enviado de Allah, la “lengua de su pueblo” es la de la humanidad entera, tanto en el tiempo como en el espacio. Las claves de esta lengua universal vienen dadas por la Ciencia de la Letras que el esoterismo islámico ha recibido en herencia. Para “el más grande los shayks”:
“la Dignidad divina de la que procede el discurso (khitâb) que Dios dirige a quien Él quiere de entre Sus servidores, es llamada la Dignidad de los lenguajes (hadrat al-lusun). A partir de ella, Allah habló a Moisés…Es a partir de ella dio al Enviado de Allah las Palabras Sintéticas. Es en esta Dignidad en la que Él junta y une (jama’a) para él todas las ormas del mundo. La ciencia de los nombres que designan esas formas fue conferida a Adán, y la de sus esencia a Muhammad además de la de los nombres, pues dice respecto de sí mismo que Allah le había concedido “la ciencia de los primeros y de los últimos”. (Ibn Arabi, Futuhat, cap. 384).”

Por lo tanto concluye Gilis:
“Heredera de la ciencia divina total, de la que Adán fue el primer depositario, la revelación islámica comporta entre sus privilegios el de fijar el estatuto tradicional aplicable a los últimos tiempos. Las otras formas tradicionales están ligadas a zonas geográficas o a pueblos particulares, a menos que sean adaptaciones operadas a partir de formas ya existentes, como en el caso del budismo y el cristianismo, cuya legitimidad se funda en estatus de excepción que les hace inaptos para asumir la función providencial que se asigna al Islam. (…) jamás ninguna otra religión o forma tradicional ha afirmado poseer un tal privilegio. (…) Respecto de las revelaciones anteriores, el privilegio islámico se expresa en la doctrina de la derogación; en el sentido de estas palabras del Profeta: ‘Si Moisés viviera, no tendría más remedio que seguirme’ ”.

Después de esta primera parte introductoria consagrada al Derecho Sagrado, la obra se adentra en su segunda parte en el problema del estatus del pueblo judío: “
La excelencia inicial del judaísmo venía del hecho de haber sido el primero en proclamar la doctrina que debería prevalecer durante todo el período final del ciclo humano: el monoteísmo. (…) pero la noción de “pueblo elegido” había dado lugar a un particularismo cuyos excesos denunciaban los Romanos del tiempo del Imperio en estos términos: “por un exceso de injustificable orgullo han hecho que ese Dios universal se convierta al mismo tiempo en el Dios particular de su raza; es su descubrimiento, su monopolio, su cosa; quieren imponerlo a las otras naciones con las formas locales y nacionales de su culto en Jerusalén”. Había llegado el tiempo, no de abolir la ley moisáica sino de transformarla. Un nuevo profeta-legislador fue enviado al pueblo judío en la persona de Jesús de Nazaret”.

Pero la misión providencial de Jesús, en tanto que reformadora de la Ley de Moisés, fue rechazada por los judíos y esto supuso rebelarse no sólo contra el Derecho divino sino contra Dios mismo, provocando así su decadencia, su castigo y su dispersión:
“Dejó de ser un pueblo elegido para convertirse en un pueblo exiliado. El Templo de Jerusalén, sede de su poder temporal y de su irradiación espiritual, fue destruido. Desde entonces, cualquier manifestación exterior de su soberanía le resultó prohibida”.  Pero según el Derecho Sagrado, este nuevo estatuto no fue una condena total sino que supuso una misericordia divina, “puesto que el exilio permitía a los judíos escapar al castigo, no sólo en la vida futura sino también en este mundo. La posibilidad y el derecho a ejercer su religión, con el conjunto de ritos exotéricos y esotéricos en la misma incluidos, se veían de esta manera garantizados, a condición que no implicasen la manifestación exterior de una soberanía espiritual o temporal”.

En relación a dicho castigo expresa el Corán (59, 2):
“Es Él (Allah) el que ha expulsado de sus casas a los incrédulos de entre la Gente del Libro, previamente a la Reunión (li-awwali-l-hashri)...”, siendo generalmente interpretada dicha Reunión como la de los hombres el Día de la Resurrección, como anuncio de su destino en el Fuego tras el Juicio Final. Aunque hay que advertir que siempre permanece el estatuto de misericordia “a condición de que los judíos acaten la letra y el espíritu del castigo dictado. Sobre este punto cabe subrayar que hay un perfecto acuerdo entre el judaísmo ortodoxo desde el punto de vista tradicional y la enseñanza del Islam”.

Por otro lado, también el destino de Roma tuvo su papel en el castigo del pueblo judío, pues la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 por parte del emperador Titus no fue más que otro acto providencial, pues el mismo Titus tenía conciencia de ser un mero instrumento y canal de la cólera divina. Fue en relación a esto también que devino otro trascendental destino:
“el fracaso de la misión de Cristo en tanto que rasûl “enviado a los Hijos de Israel” iba a acompañarse de una adaptación de su mensaje que salvaguardaría la universalidad, pero que dejaría de estar apoyado –con razón- sobre la ley judaica: fue el Cristianismo, del que Roma devino el centro visible, sede de su autoridad espiritual y de su soberanía temporal”.

Pero aún más trascendental, desde una perspectiva cíclica de retorno a los orígenes (en concreto al monoteísmo puro de Abraham como espiritualidad primordial de dicha tradición), fue la aparición de una nueva revelación, la islámica: “
El antagonismo entre el judaísmo, forma tradicional que ya no representaba a una élite espiritual sino una simple ley particular, y el cristianismo, tradición universal desprovista de ley y de lengua sagrada, se veía superado por una revelación que se presentaba como una manifestación final de la Religión pura y de la Tradición original. (…) Sin embargo, tras haber ignorado a Jesús portador de un mensaje divino que le estaba especialmente destinado, el pueblo judío rechazó también a Muhammad. Los judíos entraron así en contradicción con ellos mismos pues era imposible dudar de buena fe de la pureza del monoteísmo islámico. La verdad universal fue rechazada en nombre de una fidelidad “anacrónica” a una verdad particular. Ciertamente, el islam no está en el origen de la expulsión y exilio del pueblo judío, pero los confirma, asimilando el estatuto particular de los judíos al de los cristianos”.

Y ahora sí entramos en la tercera y última parte del trabajo en la que Gilis se centra en desenmascarar la corriente denominada genéricamente como “sionismo” desde el punto de vista del esoterismo tradicional. Una vez constatadas la complicidad entre el mundo moderno y el sionismo y su “sospechosa alianza” contra el mundo islámico, resulta fundamental clarificar el sentido profundo de este
“Estado sionista fundado en 1948 que se apropió de manera ilegítima - tanto desde la perspectiva del judaísmo como la de la ley sagrada del Islam -, del santo nombre de Israel”. La idea originaria de fundar un “hogar judío” nunca implicó la instalación en las tierras palestinas, siendo que también se pensó en regiones como Argentina, Uganda o Madagascar.

Como rasgo típico del sionismo nos encontramos con la hipocresía (tan condenada en el Corán) que supone basarse estratégicamente en una doctrina siempre ambigua, pues “
este movimiento no ha sido nunca lo que pretendía ser, siendo su táctica invariable el contradecir en la práctica la imagen que trataba de dar de sí mismo”. Una de las ambigüedades más notorias es la oscilación entre su concepción inicial como nacionalismo decimonónico laico y su posterior y peligroso mesianismo mistificado una vez conseguido el objetivo, pues atendiendo a los histéricos discursos de éste último parece que “la laicidad, la igualdad de derechos, la democracia, el nacionalismo, e incluso el “hogar judío”, no fueron más que juegos de manos para caer bien a los ojos de Occidente”.

También resulta significativo señalar la rotunda oposición de algunos rabinos llamados ultra-ortodoxos representantes del judaísmo no desviado, que consideran, según apuntan claramente los textos sagrados, que el regreso a Tierra Santa tendría lugar cuando Dios lo decidiera y no cuando los judíos quisieran acabar con su exilio, quedando absolutamente condenada toda forma de rebelión al mandato divino. Es por esto que
“el movimiento sionista, cualquiera que sea su modalidad, sus tendencias y contradicciones, aparece, fundamentalmente, como un intento de poner fin a la prohibición. Tanto si se presente bajo una apariencia laica y profana o bajo forma religiosa y mesiánica, el aspecto esencial es que es antitradicional por su propia naturaleza. Desde el punto de vista religioso, no representa el judaísmo sino su falsificación. (…) La aparente contradicción entre la tendencia “laica” y la tendencia “religiosa” se explica en realidad por la [respectiva] distinción, establecida por René Guénon, entre la noción de “anti-tradición” y la de “contra-tradición”.

Respecto a la profanación de Israel en sí, viene no solamente de la alusión a Sión, el monte santo de Jerusalén, sino de su propio nombre sagrado (Israel: “que Dios reine victorioso”), indebidamente apropiado y privado del sentido iniciático  que se desprende de la historia sagrada de Jacob y las doce tribus. Porque “
¿podríamos imaginar una “República de Allah”, un “Reino de Cristo Rey” o “del Viaje Nocturno”, instalarse en Palestina?. En este caso el acto profanador es tanto más peligroso cuanto que comporta una astucia táctica”.

Para finalizar, inevitablemente se debe reparar en lo que sigilosamente se desliza como el objetivo último de todo el proceso contrainiciático: la reconstrucción sacrílega de un nuevo Templo, “
la construcción de un tercer Templo en Jerusalén en el lugar conocido como la ‘Explanada de las Mezquitas’, por los edificios islámicos allí erigidos y, especialmente, la llamada mezquita de ‘Omar’, allí donde el Profeta realizó una oración de dos rakas ante la asamblea de profetas que le habían precedido y desde donde inició su Ascensión Nocturna”. Mezquita dicho sea de paso considerada por estos círculos como “la usurpadora”.

Los preparativos sobre la reconstrucción son más que evidentes y orgullosamente reconocidos por muchos judíos, pues desde la posición de los objetos, los inciensos, los detalles de las túnicas de los sacerdotes (
cohanim), etc., todo está siendo minuciosamente preparado para el llamado día M (de Mesías). Gilis expone claramente las consecuencias que implican todo esto: “la edificación de un tercer Templo se acompañaría necesariamente de la restauración del sumosacerdocio y de la posibilidad de restablecer, en forma paródica, un nuevo ‘rey de Israel’. Este parece ser el último fin del sionismo, lo que explicaría su equívoca naturaleza, a la vez política y religiosa. Inversamente a R. Garaudy, no creemos que el Estado judío sea un Estado nacionalista “que utiliza lo religioso” para cumplir sus designios, sino que es un Estado aparentemente laico que es utilizado por la contra-iniciación para los suyos: la falsificación de la teocracia judía y una restauración sacrílega de la soberanía espiritual y temporal del pueblo judío. Habría con ello “la abominación de la desolación erigida en un lugar santo”, de la que habla el profeta Daniel, tal como fue anunciada por Cristo a sus discípulos (Mateo, 24,15)”. Algo que no se toca directamente en la presente obra es si dicha conclusión y manifestación final contrainiciática (según el Derecho Sagrado) tendrá que ver, de forma concreta y literal, con el “anticristo” o el “daÿÿal” que mencionó Muhammad.

Como conclusión a este breve pero clarificador trabajo, Gillis advierte de que
“reconocer el “Estado de Israel” implica validar la profanación de la que se ha hecho culpable, convertirse en su cómplice y, sobretodo, declararle, equivocadamente, como favorecido por una bendición divina e investido de la tarea de instaurar el reino de Dios y asegurar Su poder. Combatir ese Estado, es reforzarlo; reconocerlo es reforzarlo todavía más: este es el infernal dilema. Para un espíritu tradicional la única actitud legítima, fundada a la vez en la verdad y en el derecho, es la de negar este reconocimiento, sea cual sea el precio a pagar por este rechazo. El primer deber de un judío ortodoxo, un cristiano o un musulmán, es no recocer el Estado judío”. 


Para finalizar, tal vez sea apropiado recordar las siguientes palabras de René Guénon: “Cabría hacer un estudio serio, pensamos, sobre las razones por las que el judío, cuando es infiel a su tradición, se convierte más fácilmente que otro en instrumento de las ‘influencias’ que presiden la desviación moderna. / Hay ahí algo que corresponde exactamente a la vertiente ‘maléfica’ y disolvente del nomadismo desviado” (en una reseña de "Estudios sobre la Francmasonería" y el cap. 34 de "El reino de la Cantidad", respectivamente).

* Resulta conveniente, por lo delicado del tema, aclarar algunos puntos. Primero de todo diferenciar entre judaísmo y sionismo, pues este último no es más que un nacionalismo judío que se remonta a finales del siglo XIX aunque reivindique supuestos derechos milenarios. Existen cantidad de rabinos ortodoxos que se oponen radicalmente a la legalidad (no sólo política sino sagrada) del Estado de Israel. Se considera fundador del Sionismo a Theodor Herzl, una figura polémica y contradictoria de judío con sentimientos antisemitas y procatólicos y que idealizó un nuevo estado a la occidental, laico y de vanguardia, como solución al “problema judío en Europa”. Por lo tanto el sionismo es enemigo de la religión en su esencia, por su carácter modernista y materialista,  y se erige sobre las ruinas de la tradición judía ortodoxa. 
A nivel histórico es de destacar que la toma de Palestina al decadente Imperio Otomano por parte de los británicos rápidamente se convirtió en promesa de futuro Estado sionista, como atestigua la declaración Balfour entre Gran Bretaña y el barón Rotchild en 1917. Pero fue realmente en 1948, después de la trágica Segunda Guerra Mundial, cuando fue instaurado el Estado actual de Israel sobre los territorios palestinos. Sin entrar en polémicos asuntos tabúes nada esclarecidos, como el del holocausto y su posible manipulación o exageración, hoy en día el sionismo internacional ejerce una influencia enorme en la política de EEUU, en la banca internacional, en los medios de comunicación de masas y en numerosas instituciones de Occidente.