Mundo Tradicional es una publicación dedicada al estudio de la espiritualidad de Oriente y de Occidente, especialmente de algunas de sus formas tradicionales, destacando la importancia de su mensaje y su plena actualidad a la hora de orientarse cabalmente dentro del confuso ámbito de las corrientes y modas del pensamiento moderno, tan extrañas al verdadero espíritu humano.

lunes, 31 de octubre de 2011

REALIDAD, ILUSIÓN Y PERCEPCIÓN, por Manuel Plana

“Cuando se levante el velo de la percepción sensorial de tus ojos, si eres un infiel, hallarás el infierno abrasador; si eres un hombre de fe, el Paraíso. Tu cielo e infierno están dentro de ti mismo; mira en tu interior, ¡ve hornos en tus entrañas, jardines en tu corazón!”.

Hakim Sanâ’i (Poeta sufi persa anterior a Rumi) 


“No os amoldéis a las normas del mundo presente, sino procurad transformaros por la renovación de la mente, a fin de que logréis discernir cuál es la voluntad de Dios”.

San Pablo. Romanos 2, 1, 2


“Todo existe en la mente, incluso el cuerpo es la suma de un vasto número de percepciones sensoriales integradas en la mente, y cada percepción es también un estado mental” (…) “La suma total de esos destellos crea la ilusión de existencia”.
Nisargadatta Maharaj. Yo soy Eso. Pg. 198


“Lo que consideramos el mundo sensible, el mundo de lo finito y temporal, no es sino un conjunto de velos que ocultan el Mundo Real (increado e infinito). Estos velos son nuestros propios sentidos. Nuestros ojos son velos de la verdadera vista, nuestra orejas un velo del oído verdadero, ¿qué queda entonces del hombre? Queda un ligero resplandor que se le aparece como la lucidez de la consciencia. Hay continuidad perfecta entre ese resplandor y la gran Luz del Mundo infinito”
Sheikh Ahmed ibn Mustafá al-‘Alawi
En: Le Cheikh El-Alaoui. Dr. M. Carret


“Mira a tu alrededor, Clarke. Ves los montes, una colina después de otra como las olas del mar; ves los bosques y los prados, los campos llenos de trigo maduro, e incluso las huertas que llegan hasta los cañaverales del río. Me ves de pie a tu lado y oyes mi voz; pero yo te aseguro que todas estas cosas (sí, desde la estrella que acaba de aparecer en el cielo hasta el sólido suelo que estamos pisando), te aseguro que todas estas cosas no son más que sueños y sombras, las sombras que ocultan a nuestros ojos el mundo verdaderamente real. Hay un mundo real, pero se halla más allá de todo este encanto, de esta visión, más allá de estos castillos de naipes, pues más allá se halla el mundo que ahora esconde este velo.”

                                                                           Arthur Machen. El gran dios Pan  


¿Quién o qué nos garantiza que lo que llamamos realidad no es una ilusión compartida o un concepto confuso pactado por convenio “democrático” de la mayoría y certificado por el estado mental colectivo, es decir, un simulacro convenido? De hecho, tanto sabios como maestros y poetas nos han dicho desde siempre que “la vida es sueño”, o que lo que llamamos realidad tiene la consistencia de los sueños, o que nacer es entrar en un sueño y morir despertar de él. Ciertamente, la “realidad” no es una noción fácil de definir, más bien imposible, aunque no por definir más una cosa la conocemos mejor, y quizá sea por el afán de hacerlo que se escapa, siendo como es el concepto quizá más amplio de todos. El debate entre objetividad y subjetividad que pretende hacerlo, jamás lo ha resuelto satisfactoriamente, la mentalidad empírica, naturalmente dualista, tampoco podría aunque se empeñara.

Cuando se habla de realidad se piensa instintivamente en nuestra percepción de ella, en su experiencia física. Pero eso apenas es un punto de referencia, pues, la traducción en modo sensible que hace de ella el estado corporal, es decir, los cinco sentidos, tan solo nos informa de cómo la percibe ese mismo estado corporal a través de ellos exclusivamente. Pero la vida en general y la humana en especial, no es tan solo un cúmulo de informaciones sensibles que proceden del exterior; una vida anímica interior, propia y general, se sobrepone a todas las sensaciones, las gobierna y las supera indefinidamente en posibilidades. La percepción de la realidad a ese nivel es la realidad psíquica, anímica, la cual, siendo muchas más cosas que sólo sentimiento, memoria e imaginación, es también cambiante y heterogénea como la corporal, aunque sujeta a bastantes menos limitaciones. Es desde ahí y no desde los sentidos mismos que la realidad exterior toma sentido y forma, se conoce. ¿No es el testigo interno y consciente de la realidad percibida tan real o más que esa realidad misma?

Cada envoltura del ser tiene un centro y una periferia, pero ocurre que de la realidad psíquica para arriba –o para dentro- se cierne una oscuridad misteriosa, informal, de la que nada se sabe ni se discierne al no haber contrastes. Allí la dualidad sujeto y objeto, centro y periferia, figura y fondo, comunes y necesarias a toda percepción, ya sea sensible o cognitiva, posibilitada siempre por un juego de contrastes, parece diluirse, porque el sujeto perceptor es el propio objeto percibido, es la atención de la atención, la consciencia de la conciencia. De igual modo y por su carácter informal e indeterminado, esta realidad nuclear es ilimitada y no cambia, está a salvo de los movimientos anímicos y de las formaciones imaginarias; tampoco esa oscuridad es tal si bien se mira, pues la propia consciencia luce ahí con su propia luz, brillando, eso sí, en medio de ella. 

Estas observaciones las puede hacer cualquiera aquí y ahora, sin recurrir a préstamos religiosos, ni filosóficos, ni a creencias de ningún tipo. Es cierto que esas divisiones del “compost” humano son muy esquemáticas y que en el estado ordinario las fronteras entre ellas no están precisamente muy bien definidas, pero provisionalmente no son menos necesarias para hacernos una idea un poco clara del caos de conceptos que inspira la palabra realidad, y que empieza por los que tenemos de nosotros mismos y el modo de percibirla. Y precisamente, esa indefinición misma es la que, sumada al carácter invisible, indefinido y silencioso de todo lo que está más allá del dominio psíquico –y por ende corporal y formal- hace necesario averiguar realmente qué es y donde acaba todo aquello que apareció en un momento dado a nuestra percepción misma, empezando por nuestra consciencia, sin la cual no hay percepción, ni conocimiento, ni sentido de realidad alguno, y calibrar si somos o no somos esa aparición supuestamente distinta de la consciencia, es decir, esa relativa realidad de nuestro aparato psicosomático. 

Desde siempre todas las tradiciones espirituales de la humanidad han advertido del carácter ilusorio o relativamente “real” de todo fenómeno (sensible y psíquico), de lo que constituye el mundo de las “formas” (corporales o sutiles) y por extensión, del fenómeno cósmico, ya que la multiplicidad cósmica revela ciertamente una voluntad creadora, pero también vela y oculta la Identidad real de todas las cosas, además de ser efímeras y mudables todas sus manifestaciones particulares.  El Mundo, la Existencia, es el Arte o la Magia de Maya dice el hinduismo, la madre de todas las “formas vivientes”, la creadora de ilusiones vivas, ni reales del todo ni del todo irreales, siempre cambiantes y fugaces. Ese ilusionismo hecho de dualidad, de pares de opuestos que se suceden, alternan, equilibran y desequilibran constantemente, esa fenomenología que llamamos vida, no es solo conceptual, sino que está ya mismo en la base de nuestros propios mecanismos de percepción racional, emotiva y sensible; el Microcosmos humano es tal porque contiene el Cosmos comprimido en sí mismo, algo en lo que está de acuerdo todo el mundo tradicional. (1)

En el cristianismo el propio San Pablo nos advierte de la relatividad de nuestra actual percepción de las cosas: “Vemos ahora como por espejo, de manera oscura, pero entonces (en la realidad crística) veremos cara a cara. En el presente, mi ciencia es parcial, pero entonces lo conoceré todo como yo soy conocido.” (1Corintios 13, 12) Confirmando el mito platónico de que los hombres vivimos dentro de la caverna cósmica confundiendo las sombras con la verdadera luz, William Blake en Las Bodas del Cielo y el Infierno, nos viene a decir lo mismo: “Si las puertas de la percepción se limpiaran, todo aparecería a los hombres como realmente es, infinito. Pues el hombre está confinado en sí mismo hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”. 

Los mecanismos binarios a los que están sujetas nuestras facultades de percepción hacen de ésta una operación de un ir y venir siempre entre dos extremos, una operación reflexiva, especular y especulativa que se da siempre dentro de unos límites, y la realidad a la que corresponde una realidad percibida siempre “como por espejo” o reflejo de otra cosa, literalmente un “espejismo”. No es poca la importancia simbólica que tiene el espejo en el mundo tradicional en general, en positivo y en negativo, de él se desprende toda una doctrina capaz de explicar en parte esas paradojas de lo real y lo irreal. El corazón humano, entre muchos otros símbolos, tiene en especial el del espejo, pues en él se reflejan directamente las luces divinas, es decir, los verdaderos paradigmas de lo Real, si su pureza es complementaria, pero también todas las impresiones sensibles y los estados anímicos más subjetivos e instintivos oscurecidos por la ignorancia misma de lo verdaderamente Real; el corazón aquí o ámbito de la interioridad humana (del cual el órgano corporal es un símbolo), es el centro, la pantalla y también el fondo de toda realidad manifiesta, incluida la consciencia y lo que está más allá de ella. 

Hablamos de los mecanismos duales de la percepción, pero más importante es la interpretación de las percepciones, el significado que damos a lo que conocemos, la hermenéutica de lo que percibimos. La percepción tiene sus leyes, en analogía con las del orden que corresponde a sus diferentes órganos y facultades sensoriales o cognitivas, pero la visión o la audición, los sentidos, son neutros con respecto a la interpretación de esa información, cosa que realiza la mente discursiva, es decir, reflexiva, especulativa. La mente en sí también es neutra, pero sus tendencias naturales la dirigen, sus contenidos la moldean y los hábitos heredados y asumidos la conforman, además de operar de manera igualmente binaria, pues, siempre compara, contrasta, relaciona, juzga, sopesa; pensar, del latín pensare, significa pesar, sopesar, comparar entre dos cosas. En efecto, la mente ajusta constantemente la visión fisiológica y la información de las percepciones a lo que ella conoce, de manera inconsciente, mecánica.  Inducido por la mente, el ojo busca reconocerse en todo lo que ve, busca un espejo donde reconocer su propio rostro. Y juzga lo visto según sus criterios, que surgen de los conceptos que alcanza su horizonte intelectual, su nivel de comprensión y su formación mental personal.  Y en ese archivo encaja toda nueva información. Más que conocer, aprender, sorprenderse, iluminarse, despertar a algo nuevo, busca una confirmación inconsciente a sus propios modos de pensamiento, a su propia imagen mental de las cosas; si no reconoce algo familiar en ellos, no “ve”, mira pero no ve. La propia noción convenida de realidad es uno de los principales contenidos de la mente, noción complementaria de un ego psicológico que la percibe como algo diferente de él, según la perspectiva que tiene de sí como algo cerrado sobre sí mismo, a imagen del cuerpo o ego corporal, el sujeto y el objeto necesarios de la percepción. (2)

La imagen mental que el hombre se hace de la realidad -y de sí mismo como testigo de esa realidad-, está condicionada por la programación cultural del medio en el que está inmerso y que se ha asimilado, se remite a la descripción vigente del mundo que ha heredado, pues no puede evitar ser ni más ni menos que lo que conoce y ha llegado a conocer de la realidad. Esa imagen mental es una “fijación” momentánea y “personalizada” de las corrientes de pensamiento que interactúan en el colectivo, y esto es válido para cualquier forma de sociedad, la cual crea siempre un tipo de “mentalidad” determinada, aunque también es cierto que dentro de ella, viendo lo mismo, diferentes sujetos culturalmente distintos lo interpretan de modos diferentes, y cada uno también en sus diferentes estados anímicos y etapas vitales. La realidad es según la imagen mental que de ella tenemos, la cual es según el conocimiento efectivo del ser mismo, y eso es claro que no es la realidad, sino una representación, un simulacro, aunque como convenio nos sirva para la vida común y cotidiana. 
Lo objetivo y lo subjetivo aquí se espejean mutuamente, se influyen y se anulan mutuamente; así pues, la respuesta a ¿qué es la realidad? no puede ser del mismo orden que la pregunta, reflexivo y dual como ella.  Es algo que debe englobar en una unidad todas las oposiciones y todas las perspectivas particulares, al sujeto y al objeto de la realidad, considerando que la unidad verdadera no es simplemente la suma de sus partes, ni la verdad una suma de opiniones subjetivas sobre ella; además, ¿desde que posición se plantea la pregunta? ¿desde una posición que se supone “fuera” de la realidad”?  En última instancia la mente no puede ir más allá de ella misma, de la dualidad que la conforma, ni comprender lo que la supera, ni a sí misma; sí puede, ayudada por un intelecto sano y despierto, hacerse consciente de sus propias limitaciones, que no es poco para ella, pero “lo” que conoce la mente no es la mente.

La más alta función que puede tener un concepto es la simbólica, representar una verdad, tener un significado; pero el símbolo no es lo simbolizado, el mapa no es el territorio, aunque el territorio esté de algún modo contenido en él. El símbolo es dual, lleva de una orilla a otra, como la nave, el puente o el caballo, una vez allí, en el territorio de la unidad, ya no hace falta. Es cierto que el símbolo busca la unidad –la relación, la analogía- entre él y lo simbolizado, y que en última instancia ambos –el símbolo y lo simbolizado- son la misma cosa expresada en niveles de realidad diferentes, pero también es cierto que el símbolo crea una dicotomía, crea lo puro y lo impuro, el dentro y el fuera, lo sagrado y lo profano, crea esos niveles distintos y en última instancia ilusorios, dentro de la realidad misma, una, indivisible y no-dual. 

 La posibilidad de ver o conocer la realidad en sí (3), sin velos personales ni culturales, sin conceptos ni filtros, exige librarse necesariamente de toda imagen pre-concebida, de todo conocimiento adquirido y memorizado, y en última instancia, de toda dualidad o planteamiento dual, por propia lógica, pues de lo contrario nunca sería la realidad lo que se conoce sino un substituto mental, es decir, el modo mismo de conocerla e interpretarla la mente. Por elevada que sea la concepción, siempre será un concepto, es decir, un velo sobre la realidad, una sombra, una huella, un reflejo, un substituto. (4)  En efecto, realidad y verdad son sinónimos aunque muchas veces se vean separados. En el Tasawwuf islámico uno de los nombres más importantes de Allah es Al Haq, la Verdad eterna e invariable, y por lo mismo, la Realidad divina, la Sakina o Presencia Real. ¿Qué diferencia “real” podría haber entre realidad y verdad? Lo que es verdadero es real, y lo que es falso es irreal. Toda apariencia, todo fenómeno, no es la realidad sino un indicativo de la realidad, pero se vuelve irreal, falso, al  confundirlo con lo real o darle una realidad que no tiene, es una cuestión tanto de sentido común como de sentido de las proporciones; si no “sentimos” una realidad, es como si no existiera para nosotros, lo que nos permite negar todo lo que no vemos o sentimos. Si el hecho de no sentir, es decir, de no percibir sensorialmente una realidad, no prueba de ningún modo su inexistencia, aún menos lo prueba el hecho de ignorarla. A la inversa, por el hecho de percibirla con los sentidos, una apariencia no tiene por qué ser verdaderamente “real”, ni tampoco conceptualizar o discurrir mucho sobre una ilusión la hace más real, ni a una falsedad la hace más verdadera. La percepción y sus mecanismos no bastan para certificar la verdad o la realidad, es la convicción que nace de la experiencia directa de su naturaleza auténtica, es decir, original, la que las confirma, es decir, las revela con su nombre y estatuto (ontológico) verdaderos dentro de un mundo de significados relativos e historicamente cambiantes, es decir, convenidos por los hábitos de la ignorancia y los intereses particulares del momento. Es el grado de transparencia con el que refleja al verdadero Testigo lo que da realidad a lo testificado, la ecuación que establece la Consciencia entre ella misma y una de sus manifestaciones o contenidos. Entre el sujeto y el objeto de la consciencia existe obviamente una continuidad indivisible, como existe también entre el todo y la parte y entre lo que convenimos en llamar lo relativo y lo absoluto; y es gracias a esta identidad contínua que existe reconocimiento del uno por el otro, y que su aparente discontinuidad o diferencia no es sino  una percepción imperfecta que constantemente se corrige o se niega al reconocer y restablecer su unidad intrínseca, que es en lo que consiste precisamente la percepción tanto como el acto del conocimiento, que unifica al perceptor con lo percibido y al conocedor con lo conocido.

Por simple que pueda parecer, esta noción es primordial y gobierna todo proceso de conocimiento capaz de distinción, identificación y percepción efectivos. Pero el sentido de lo verdadero y de lo falso, de lo absoluto y lo relativo, lo puro y lo impuro, depende de los hábitos mentales, de la perspectiva cultural y de sus clichés autóctonos, que pronto los convierte en lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, según sus interesados criterios, y en otras acepciones ligadas a la moral, a la convención, porque la amoralidad, como el puritanismo, también es una forma de moral y puede tomar la forma de convención, como es fácil comprobar hoy en día por doquier. Por moral entendemos estrictamente aquí lo que significa la etimología de la propia palabra, es decir, costumbre, convención, hábito, en este caso, mental, cultural.

La metáfora del espejo está intimamente vinculada a la doctrina del símbolo, que en cierto modo explica, y éste a la ciencia de las formas y los ritmos. El símbolo ya hemos visto es ambiguo, es y no es la realidad que simboliza, como la imagen del espejo, ¿es real o no? Esencialmente no es real, se trata del reflejo sobre una superficie pulida que nada en absoluto tiene que ver con lo que refleja; por otro lado y a la vez, todo lo que refleja no es ni podría ser otra cosa que lo real, aunque el soporte no lo sea. Esa paradoja es la huella de un misterio, de una conjunción de opuestos, de una unidad de contrarios, la verdad revelándose en la ilusión, lo real en lo irreal, el espíritu en la materia. 

El ego (Nafs), en el sufismo, es precisamente, el enmascaramiento del espejo del alma, aquello que distorsiona la reflexión de la luz en el corazón; no tiene existencia real, se la proporciona el espejo, pero su opacidad altera la realidad. Vista a través de él, la realidad queda confinada a sus propias dimensiones, a su pequeño mundo ilusorio del mí y lo mío, no es una verdadera identidad sino tan solo un intento de posesión ignorante. El Yo verdadero no es el ego, no es un reflejo en la mente, ni una “parte” de nada, sino pura unicidad simultánea, autoluminosa y autoconsciente, homogenea y autosuficiente, no-dual, libre absolutamente de todo sentido de posesión, limitación y por tanto de una “personalidad” determinada. Siendo uno y el mismo en todo y todas las cosas no es ninguna de ellas, ni ninguna de ellas lo “posee”, más bien lo contrario.
Sólo exteriormente, es decir, ilusoriamente, el Ser verdadero –el verdadero Yo- es “personal” y diferenciado, o sea múltiple; en sí mismo es impersonal, único e idéntico a sí mismo en todas las personas, como la consciencia, que decimos “mía” cuando es un don del que disfrutan todos los seres (según sus grados y cualidades). Confundimos los rasgos individuales (externos) con la personalidad (interna), que siendo una y absolutamente singular en cada individuo, es al mismo tiempo la única y la misma en todos, y aquello que los emparenta indisolublemente. En sí mismo el Ser verdadero es simplemente Uno, ni igual ni diferente de nada, ni las dos cosas a la vez; que la unidad no tiene par es una verdad axiomática, no una opinión, una fe o una creencia.

El símbolo sagrado es lo que da significado a esa ilusión que es el mundo (de los fenómenos), lo que le da nombre, realidad, pues, lo insignificante “realmente” no existe. Con él el mundo deja de ser un caos de percepciones y conceptos para ser una manifestación divina, quizá también ilusoria pero no confusa sino ordenada, inteligente y bella, el reflejo fugaz, la premonición, de algo definitivo, un mensaje, una huella, una enseñanza, un libro, un camino de liberación y conocimiento (también de ignorancia y esclavitud a la inversa). Pero los significados originales se olvidan, las etimologías se degradan y pueden ser substituidos por verdaderas parodias, dado que los símbolos pueden manipularse en su expresión a modo de simulacros convincentes; los significados primordiales deben actualizarse periódica e incluso constantemente, tanto más cuanto se vive en el mundo de la inversión, y en especial la de los símbolos, es decir, de los valores, los principios, los paradigmas, los modelos, las metas y las finalidades.

Los peligros del simbolismo son bastantes para una mente torpe, el primero, ya hemos visto, confundirlo con lo simbolizado, que deriva en la idolatría, el dogmatismo, el fundamentalismo, o el “asociacionismo” (Sirk), con lo cual ni siquiera se rebasa su literalidad formal, antes bien, se eleva a los altares de un idealismo ciego, obtuso y finalmente perverso; confundir la apariencia con la realidad es confundir el símbolo con lo simbolizado, el reflejo del espejo con lo real; otros peligros es confundirlo con algo estético, emotivo o entrañable, o bien puramente convencional, utilitario, y más en general como un signo diferenciador, una marca. Sin embargo, estos son los mismos peligros a los que está expuesta la mente engañada por su ignorancia a la hora de “sopesar” (pensar) las apariencias; no es más que ella misma la que impone clasificaciones a su propio desconocimiento; en lugar de predisponerse a reconocer algo verdaderamente desconocido y de otro nivel, diferente a sus clichés acostumbrados, intenta buscar justificaciones a sus pre-juicios, con los que “etiqueta” lo real rebajándolo al nivel de sus clasificaciones. 
La necesidad de retornar a los orígenes, a la fuente, a las raíces, a la etimología, a la Tradición, a la síntesis primera, diversificada hasta la extenuación de la inversión en los confines de los tiempos, es una premisa que suscribe toda tradición espiritual auténtica, lo que incluye eminentemente a los significados reales de todo lo que se conoce. 

Los significados primordiales, los modelos culturales (culto, cultura…) son transhistóricos, son invariables como las verdades perennes; y como son inherentes a la propia estructura de la realidad, su andamiaje permanente, son siempre “revelados”, no deducidos progresivamente por una mente que va “evolucionando”, de ahí el carácter sagrado original de las ciencias, las artes y los lenguajes; no son inventados por nadie sino inspirados al hombre por modos de inteligencia y de ser superiores a lo estrictamente humano, pero incluidos en su propia estructura ontológica, hecha “a imagen y semejanza” del Todo (que es Uno). Y es por ello que esencialmente el hombre debe “recordarlos”, re-conocerlos, pues, constituyen su propio ser integral, su realidad completa, a pesar de haberlos olvidado. Estos modelos cultuales, simbólicos, míticos, son los prototipos del pensamiento humano, con ellos forja el hombre su cultura y su forma de vida, originalmente sagrados hemos dicho, como toda forma de actividad; de ahí que en una sociedad tradicional no existe de hecho el concepto de profano, todo es sagrado sin excepción, hasta aquello que las religiones más dualistas consideran impuro. Entiéndase que sagrado aquí no significa algo religioso, sino lo que revela, expresa o refleja algo de la realidad esencial, lo que no sigue ni es producto de convenios humanos, lo que determina pero no es determinado por nada, ya que su esencia, su realidad, es universal y eterna, no relativa. 
Tanto más universales estos modelos, tanto más sintéticos y axiomáticos sus códigos simbólicos y ámplias sus aplicaciones, como la ciencia de los números y la geometría, o de las letras en muchas tradiciones. El Libro de la Vida se expresa en un lenguaje sagrado, en una síntesis codificada cuyas claves el hombre actual ha perdido al cerrarse sus puertas de la percepción a todo lo que cae más allá –o más acá- de los meros sentidos.
La salud y el vigor real de una cultura humana, como del pensamiento de sus integrantes, reside efectivamente en la comprensión más diáfana posible de ese lenguaje primordial, es decir, de sus propios símbolos originales; su ignorancia, confusión y tergiversación, no hacen sino acelerar su propia disolución como tal.

Sabidas y comprobadas estas premisas, la consciencia de la percepción de la realidad ha de tener en cuenta todos esos factores que la condicionan, a los que se añaden otros de corte particular, hereditarios incluso, los propios de la condición personal del individuo, hecha de modos y costumbres adquiridas y de hábitos repetidos. De este modo, la realidad una e ilimitada por definición como la verdad, queda comprimida por todo ese número de compartimentos conceptuales ligados a sensaciones, clichés y sentimientos personales, de manera ilusoria, ya que no existe realmente ningún espacio cerrado ni ningún sujeto interior personalizado, pero las propias condiciones del individuo le traducen en modo limitado lo que es ilimitado por naturaleza, o dicho de otro modo, traducen en modo dual lo que es uno, único y no-dual. En su capacidad comprensiva, totalizadora y unificadora, el espíritu abarca todas las formas y todos los modos, los estados y las estaciones, pero su reflejo en el alma, en la substancia individual, particulariza aparentemente su acción y el sentido de un “mi”, de un ego distinto, subjetivo-objetivo, acapara lo que no es de nadie y de todos.

La percepción (cognitiva o sensible) es resultado, consecuencia, no la causa de nada; exige la presencia simultanea de un perceptor, de algo percibido y del acto perceptivo. No es pues dual en el fondo, sino una cosa trina, esencialmente una y trina a la vez. Si la percepción no va más allá de la interacción entre dos cosas aparentemente distintas, la reacción a un estímulo que se reconoce al sentirse, la culpa no es de la percepción misma sino del horizonte mental del perceptor que no percibe sino lo que quiere percibir o para lo que está programado a percibir. Aunque relativa, la percepción vehicula significados, reflejos, chispas, destellos de la Realidad, abre no cierra; todo empieza por la propia memoria consciente de eso, con el reconocimiento de algo que interactúa al unísono con nuestra consciencia revelándonos siempre nuevas facetas de la realidad, es decir, de nosotros mismos, realidad que no por ser una y única, es algo monótono, uniforme y cerrado sobre sí mismo. El gran teatro del mundo nos ofrece cada día una función nueva si la mente del espectador permanece abierta y no cerrada, si permanece receptiva, es decir, “sabiamente ignorante” ante el espectáculo de la vida. (5)

En los procesos fisiológicos y ópticos de la visión ocular, es claro que se producen por el contraste entre luz y oscuridad, figura y fondo, y que el enfoque simétrico de los dos ojos a la vez produce la visión tridimensional, la estereoscopia; al enfocar los ojos se produce la visión. Donde no hay contraste ni enfoque todo es amorfo; donde solo homogeneidad o vacío, la percepción visual no se produce, se necesita de un encuadre y de un centro focal.  Y esos los produce la propia presencia del testigo, que no debe confundirse, en última instancia, ni con el sujeto mental ni con el objeto de la percepción, acaso con el acto de la percepción misma, pues él testifica los tres. En efecto, en la frontera de la percepción y de la concepción se impone un verdadero “paso al límite”, ya que el verdadero Sujeto no es ninguno de los tres. 

No he creado en ti la percepción más que para ser el objeto de Mi percepción. Si me percibes, te percibes a ti mismo. Pero no podrías percibirme a través de ti. Es por Mi mirada por la que Me ves y por la que te ves. No es por tu mirada por lo que puedes percibirme. ¡Bien amado! Tantas veces te he llamado y no Me has escuchado. Tantas veces Me he mostrado a ti y tú no Me has visto. Tantas veces Me he convertido en suave efluvio y no has  percibido el aroma, (en) alimento sabroso, y no Me has degustado. ¿Por qué no puedes alcanzarme a través de los objetos que tocas? ¿O respirarme a través de lo olores? ¿Por qué no Me ves? ¿Por qué no Me escuchas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
 (Canto final del libro de las Teofanías, en Las revelaciones de la Meca –Futuhat al Mekiyya- Ibn ‘Arabi)
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1.- A excepción del moderno, que no ve al hombre como un compendio de la totalidad sino como un apéndice extraño de la naturaleza animal que por evolución caprichosa ha salido del estadio de primate. 
2.- Incluso desde la perspectiva de la individualidad, la dualidad sujeto-objeto como algo fijo es relativa y engañosa por cuanto el mismo sujeto es también un objeto para los demás, y para sí mismo cuando dice: mi alma, mi mente, mi cuerpo, mi mano, etc… Desde el punto de vista del Sí mismo, uno y único es el verdadero sujeto, en todos y cada uno de los sujetos-objetos relativos, encontrándose más allá de ambos, pues los puede testificar a los dos como no-Él. El sujeto, en el primer caso, es tan solo un reflejo del verdadero Yo en la mente, una imagen especular creada por su identificación con el cuerpo, y por ende, una falsa atribución de identidad.
3.- La sinonimia entre ver y conocer no es casual ni un capricho del lenguaje ordinario. En sánscrito, la raíz de la palabra Veda es vid, que significa indistintamente ver y conocer, la misma que el latín vedere. “Ver claro” es una manera común de decir “ahora lo entiendo”, “ahora comprendo”. En latín, también sabor o saborear proceden de la misma raíz sapere, saber, conocer.
4.- Dice Ibn Arabi incluso: “El conocimiento es un velo hechado sobre la Verdad”. En el cristianismo se habla precisamente de “Inmaculada Concepción” refiriéndose al Verbo divino (Kalima illahi), que encarna o concibe la Virgen María, madre de Jesús, pero esta Concepción, por ser la definitiva y la de la totalidad sintetizada por el Verbo divino (que es pensamiento ad-intra y Palabra ad-extra), es claro que no es una concepción formal, es decir, mental. Esa operación la realiza el Espíritu Santo, el Intelecto cósmico (‘Aql), es decir, el Verbo mismo, pues ningún otro que Él es el agente y el paciente en el fondo de todas las teofanías, y podría decirse que inviste al receptor de las cualidades de ese mismo Espíritu; es la iluminación o alumbramiento o reconocimiento del verdadero Ser por Sí mismo, el Parto definitivo o “salida del cosmos”. 

5.- Nicolas de Cusa llamaba “docta ignorancia” al verdadero conocimiento espiritual, según el modo apofático o negativo que le conviene, pues, a lo ilimitado o a la Unidad no les podría convenir ninguna otra forma de acercamiento sino es por exclusión de toda concepción limitada –o dual- de ellos. Es así que se los conoce no-conociéndolos, valga la paradoja. Ver Dionisio Areopagita y su Teología Mistica, postura la de su escuela (Eckhart, Ruisbroek, Tauler, Suso…) muy parecida en todo  a las doctrinas no-dualistas del Advaita Vedanta hindú y el Shivaismo cachemir.
 Decimos espectador y no actor porque el verdadero actor no es el cuerpo ni el ego psicológico, que por su condición de meros instrumentos nunca podrían ser los verdaderos “agentes” de ninguna acción. Tampoco el verdadero espectador es el ego psicológico, sino el verdadero testigo interno, que presencia por igual lo interno y lo externo, pero que falsamente confundimos con el ego mental.